domingo, 20 de noviembre de 2011

¡NO A ALTO MAIPO!

          
Durante mi vida he viajado lo suficiente para conocer hermosos y variados parajes, pero de todos ellos en sólo dos dejé parte de mi alma atada a sus piedras y a sus aguas. El primero, Isla de Pascua. Lo conocí cuando estaba apenas en los inicios de mi tardía adolescencia: tenía un alma romántica y voluble, dispuesta a perderse en las pasiones fácilmente porque todavía no conocía el miedo ni la traición. Recuerdo como si fuera hoy el primer paso que di fuera del avión; al bajar las escaleras una ráfaga de viento húmedo y caluroso me golpeó el rostro y sentí una electricidad recorrer mi cuerpo -pudo ser mi emoción ante la posiblidad de conocer este lugar tan lejano y misterioso, o algo que la razón simplemente no puede explicar. Después de ser saludados por nuestros anfitriones y haber recibido nuestros collares de flores ingresamos al aeropuerto. Adentro sentí una mirada penetrante que me observaba entre la gente, una niña un poco mayor que yo, de piel oscura y pelo ondulado quemado por el sol y el agua salada. Su mirada persistente y curiosa no abandonó la mía hasta que salimos del lugar. Recuerdo mis ojos curiosos recorriendo cada paisaje, mi nariz atrapando todos los aromas nuevos e irrepetibles, mi piel descubriendo sensaciones nuevas e inexplicables. Al segundo día fue a jugar con unos niños que hablaban afuera de la casa donde yo me alojaba y ahí estaba ella de nuevo, y otra vez su mirada atenta seguía todos mis movimientos. A partir de ese día nos juntamos a cierta hora de la tarde y cada vez se nos unían más niños en nuestras andanzas infantiles. Nunca supe su nombre, pero recuerdo su mirada intensa, su piel y su forma de hablar que para mí, en ese entonces, constituían todo un mundo nuevo y único. Ahora, después de tantos años pienso en ella con nostalgia, la amistad que dejé y las cosas que aprendí gracias a ella y sus amigos. ¿Qué será de ella ahora? ¿para ella habrá habido muchas como yo, personas que llegan y se van después de un mes? Ahí dejé una parte de mi alma, entre las cosas que hablamos, entre nuestras miradas curiosas, entre nuestra ingenua amistad infantil y en el descubrimiento de distintas fronteras, culturas e infinitas posibilidades. 


                El segundo lugar es el Cajón del Maipo. Este lugar está aproximadamente a una hora y media de mi casa. No recuerdo la primera vez que lo visité -que han sido varias-, pero recuerdo la última. Este verano, en una de mis aventuras por el mundo virtual leí sobre una lugar llamado Refugio Plantat, una casa de piedra que está a los pies del Volcán San José, abierta para todo montañista que desee ocuparla para protegerse de la nieve, el viento y el frío. Para llegar ahí hace falta realizar una caminata de seis horas -para aficionados como yo, al menos. Con un primo y una amiga organizamos el viaje al que luego se unirían otros miembros de mi familia; en suma fuimos cinco. El viaje en bus es arduo; después de llegar al final de la carretera del Cajón del Maipo, en San Gabriel se inicia un camino de piedras en subida: tus oídos se tapan, te mareas y el calor se siente cada vez más intenso. Al llegar a la localidad Baños Morales -que su mayor atractivo es tener unas piscinas termales de barro y una paisaje de ensueño entre las montañas- se iniciaba la caminata. Preparamos nuestras mochilas, nuestras escasas botellas de agua y nuestras barras de cereal. Comenzamos a subir una montaña impresionante, cargando nuestras mochilas de veinticinco kilogramos, y poco a poco íbamos dejando atrás las escasas viviendas que quedaban hacia el final de aquel villorrio. Al adentrarnos en la montaña el paisaje se convertía cada vez más en piedras y riscos de rocas agrietadas, y abajo el imponente río Maipo abría sus cauces a fuerza de un raudal de piedras y agua incontrolable. El paisaje es tan imponente que todas tus preocupaciones desaparecen al instante; todo lo que consideras importante estando en la ciudad se difumina con cada ráfaga de viento frío, cada vez más cerca de las nieves eternas. De pronto llegamos a una grieta monstruosa que nos cortaba el camino. No sabíamos qué hacer. Enviamos a mi primo a subir sin su mochila para ver si podía encontrar un camino alternativo y mientras él estaba allá arriba vimos pasar a tres excursionistas montando caballos, muy a lo lejos. Les gritamos y les hicimos señas y no hubo respuesta. Finalmente mi primo volvió y nos dijo lo que ya habíamos descubierto, que había un camino más arriba, y así fue que comenzamos a caminar otra vez, esta vez cuesta arriba. Esa noche la pasamos acampando en un valle de arena que encontramos justo antes del anochecer,en medio de cuatro montañas imponentes; al lado había una cascada de aguas turbias, pero lo más importante es que eran bebestibles. Al día siguiente reanudamos la marcha y después de caminar por muros rocosos y secos de piedra nos sentamos a descansar. Mientras mis compañeros de viaje conversaban me puse de pie silenciosamente y reanudé la marcha. Caminé, caminé y caminé durante media hora sin parar hasta que llegué: un valle de un intenso verde, lleno de flores y pequeños riachuelos de aguas cristalinas se abrió ante mi vista, y al fondo de él, coronándolo el majestuoso Volcán San José. El Valle de la Engorda, se llama. Me tendí de espaldas en el suave y húmedo colchón de pasto, con mi cabeza apoyada en mi mochila, y observé. Lágrimas de emoción se juntaron en mis ojos, maravillada ante tanta belleza que se puede encontrar tan cerca de la asquerosa ciudad. El viento era intenso, frío y refrescante. Los colores vibrantes. El paisaje inigualable. Descansé en esa posición durante media hora hasta que escuché que a lo lejos gritaban mi nombre. Pasamos la noche acampando en ese valle y nos olvidamos del refugio. La cordillera hace que te des cuenta de lo pequeños que somos, y de lo frágiles e ínfimas que son nuestras existencias. Nada puede ser lo mismo para un alma sensible después de perderse en la inmensidad y soledad de la Cordillera de los Andes. Ahí, atada a las rocas de las fogatas de nuestros campamentos, se encuentra la otra mitad de mi alma. Por eso volveremos este año y todas las veces que sea posible.


Nota: No tengo nada que ver con las páginas de las que extraje las fotos ni con los contenidos de ellas.

1 comentario:

Rους dijo...

Envidio tu suerte de haber viajado tanto. Por lo menos puedo decir que comparto la emoción que despierta Baños Morales y las alturas que desde ahí se pueden alcanzar.
Constantemente me cuestiono qué se puede hacer en la vida, sino viajar...

Un gusto leerte de nuevo :)