jueves, 11 de marzo de 2010

No sé

La historia del ave y el perro se me ocurrió mientras recordaba mi viaje del año pasado a Pichilemu y lo escribí justo antes de marchar a mi primera experiencia de mochileo. Bueno, al recordar esa playa y unos pajaritos que corrían coordinadamente por la orilla del mar se me ocurrió esa narración. Ahora recuerdo esa playa y no puedo dejar de pensar que de las cosas que ahí veía en mis paseos diarios con mi pareja poco queda. El mar se llevó la posada de los caballos, la plaza que quedaba un poco más arriba, unas cabañas, las ferias artesanales y los locales comerciales que rodeaban la playa. Todo esto ocurrido mientras yo viajaba por el sur, justamente por las dos regiones más afectadas por el terremoto, la séptima y la octava. El gran temblor me encontró sentada alrededor de una gran fogata, en plena madrugada, con mis amigos y tres personas más, en medio de la Cordillera de los Andes en la octava región. La nieve del volcán se desmoronaba silenciosamente. El agua de la Laguna Laja se agitaba en violentas ondas después de haber sido un suave manto de aguas cristalinas. A lo lejos, hace un rato había terminado una tormenta eléctrica que junto a la luna iluminó por unos instantes nuestro cielo. Era una bellísima noche a la luz del satélite natural. Nos rodeaba el más hermoso silencio de la naturaleza cuando comenzó a temblar. Al principio bromeamos diciendo que el volcán Antuco podría hacer erupción justo en ese instante. Todos reímos hasta que el temblor se hizo tan intenso que no nos podíamos mantener en pie. Entonces la risa se transformó en terror en nuestras caras. Entonces fue cuando les dije que no nos podíamos quedar ahí. Al regresar fuimos notando lo serio que había sido todo y después nos enteramos que muchos de los poblados que habíamos visitado se habían venido abajo parcialmente, en los mejores casos. Así con el terremoto.